MAESTROS


Saber sobre algo es entender su esencia, su funcionamiento y para ello hacemos acopio en nuestro intelecto de datos, teorías, ideas… Toda esta información nunca es estable y permanente sino que, al contrario, está sujeta a actualizaciones continuas que la modifican, la afinan o la descartan. Ni más ni menos que lo que ocurre con la vida, que no se detiene ni un instante, de ahí probablemente la equivalencia que suele establecerse entre vida y conocimiento con aquella afirmación de que querer saber equivale a querer estar vivo.

Obviamente este conocimiento, este saber  se puede referir a distintos campos y en unos la información es más volátil que en otros; en el campo de la ingeniería, por ejemplo, las leyes físicas son bastante sólidas y, en principio, las revisiones tienen por objeto afinarlas o establecer métodos de cálculo más precisos. Sin embargo hay otros campos como la vida, el hombre y la conjunción entre ambos, la actividad humana, en los que nuestros conocimientos son tan precarios; apenas conocemos una mínima parte del universo y, a día de hoy, parece imposible que podamos llegar a conocerlo en su totalidad, que necesariamente no podemos establecer principios sólidos sino que nos movemos en el terreno de las teorías, de las creencias, de los planteamientos muchas veces dispares entre sí y lo que hacemos es adscribirnos a unos o a otros.


Es aquí donde surgen los que denominamos maestros, personas que nos convencen y cuyo criterio hacemos nuestro. ¿Por qué unos nos convencen y otros no? Hay muchas razones para esto: porque sus ideas encajan con las que ya tenemos, porque sus argumentos se basan en criterios que consideramos ciertos… en mi caso concreto valoro en mis maestros que persigan la objetividad, el rigor y también que sean claros e incluso amenos en la exposición de sus ideas, porque entiendo que hay una correspondencia muy directa entre la claridad en la exposición de una idea y la solvencia con que dicha idea está asentada en la mente de quien la expresa. Además debo reconocer que la retórica ejerce sobre mí una seducción que no sabría explicar.

La confianza en tus maestros es fundamental. Cuando recibo información de alguno de ellos, a través de artículos, libros, conferencias, etc  la recibo ya digerida por él, me ahorra un trabajo porque no me llegan sus descartes, directamente hago mías sus síntesis, sus maestros son mis maestros sin necesidad de que yo los siga. Confío en él. Por eso si la confianza falla todo se viene abajo. Y falla cuando falta el rigor, que, de acuerdo con Aristóteles, es lo único que podemos esperar de los razonamientos sobre cuestiones éticas o políticas. Puedes estar en  desacuerdo con una opinión, con un juicio, con una idea de tus maestros y no ocurre nada, al contrario, celebras esa discrepancia porque lo interpretas como que tus ideas tienen la suficiente consistencia como para elaborar juicios propios, lo cual te enorgullece. Eso es lo que perseguimos, al menos yo, poseer ideas  y criterios propios. Pero si falla el rigor, si adviertes en las argumentaciones de tu maestro devaneos, atajos, prejuicios, que el discurso transita hacía una conclusión prefijada de antemano, entonces tienes que eliminarlo de lista de maestros y eso siempre es doloroso.

En la confianza en uno de mis maestros ha surgido una fisura. Apenas nada, una falta de rigor, a mi juicio, en el planteamiento de una corriente ideológica a la que descalifica. Corriente con la que también yo puedo no estar de acuerdo pero que no por eso deseo que sea injustamente tratada sino que más bien desearía el mayor mimo y rigor en los argumentos que la desmontan, para así estar yo más convencido de que mi rechazo está fundamentado. Ver entonces cómo se despliega su arsenal de conocimientos y su retórica en desautorizar esa idea, pone al descubierto las debilidades de su pensamiento, la existencia de zonas oscuras, de lo que suele denominarse ideas preconcebidas, convicciones no sometidas a revisión. Natural, si, todos las tenemos, pero no quieres descubrirlas en tus maestros.

Porque entonces aparece el recelo, que no es que sea malo a priori pero que hace más laboriosa la simbiosis. Ya no asistes a la exposición de sus ideas relajadamente, dispuesto a disfrutar de su retórica y en la seguridad de que vas a obtener argumentos que enriquecerán y afirmarán tu estructura ideológica. Ahora debes andar precavido, revisar sus planteamientos antes de incorporarlos como propios, buscar la posible incidencia de esas zonas oscuras que has detectado en los planteamientos que ahora expone, vigilar posibles faltas de rigor. Luego vienen las dudas sobre las ideas aceptadas con anterioridad, lo que te va a obligar a una revisión general de lo que aparentemente estaba al día, la posible consideración de opiniones contrarias a él que antes rechazabas de plano y que ahora, de pronto, cabe la posibilidad de que no fueran tan descabelladas, por no hablar del sentimiento de orfandad que produce esa pérdida de referencias. En definitiva, un trastorno importante.

Pero ha de ser así. Porque si no nos convertiríamos en uno de esos papanatas, tan comunes, por otro lado, que adoptan una ideología ajena tal como les llega, sin molestarse en hacerla suya. Viviríamos con una mentalidad que no es la nuestra sino que la hemos tomado prestada. Y entonces negaríamos la mayor, no querríamos saber, no querríamos vivir, simplemente nos estaríamos limitando a sobrevivir esperando nuestra hora final.

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